martes

¿Quién no quiere ser feliz?

Pero no todos consiguen la felicidad. El problema es que, a veces, la buscamos donde no está y sólo encontramos sucedáneos de ella. Si escarbamos en muchas sonrisas baratas y en el jolgorio que, a veces, suena a nuestro alrededor, nos llevamos una tremenda decepción.
El Evangelio, la Buena Noticia, sólo puede ser tal si la acogemos. No todo es igual, no todo vale. Las Bienaventuranzas anuncian felicidad, esperanza, liberación y paz. ¡Son Buenas Noticias! Pero estos dichos de Jesús chocan con los que manejamos nosotros. Son criterios a contracorriente porque dicen que la felicidad, el gozo, el futuro está en las manos de los que normalmente consideramos unos malaventurados.
Un mismo Evangelio es ciertamente una Buena Noticia para los pobres, para los que lloran y tiene hambre, para los que están decididos a seguir a Jesús a toda costa, los que se dan por satisfechos, no aspiran más que a pasarlo bien y viven son contar con los demás. Jesús llama dichosos a los que solidarizan con la causa de los pobres, es decir, a los que luchan por la justicia, a los que trabajan por la paz…
Y son dichosos porque Jesús se conmueve al ver sufrir a sus hermanos. No son dichosos porque son pobres y sufrientes, sino porque Dios está de su parte, a su favor… porque los valores del Reino (justicia, libertad, paz, alegría, reconciliación…) les pertenecen antes que a todos.
Todos los hombres nos afanamos por ser felices. El Evangelio es una llamada a la felicidad. El camino para alcanzarla no es el nuestro. Según Jesús, hay más alegría en dar que en recibir, en perdonar que en guardar rencor; hay más felicidad en servir que en ser servido, en compartir que en acaparar, en tener un corazón misericordioso que en vivir de espalda a las personas es una indiferencia que mata. Las Bienaventuranzas nos señalan el camino recto. El otro es un callejón sin salida, una vía muerta.

miércoles

Problemas de perdón

Pocas veces somos ofendidos; muchas veces nos sentimos ofendidos.
Perdonar es abandonar o eliminar un sentimiento adverso contra el hermano.
¿Quién sufre: el que odia o el que es odiado? El que es odiado vive feliz, generalmente, en su mundo. El que cultiva el rencor se parece aquél que agarra una brasa ardiente o al que atiza una llama. Pareciera que la llama quemara al enemigo; pero no, se quema uno mismo. El resentimiento sólo destruye al resentido.
El amor propio es ciego y suicida: prefiere la satisfacción de la venganza al alivio del perdón. Pero es locura odiar es como almacenar veneno en las entrañas. El rencoroso vive en una eterna agonía.
No hay en el mundo fruta más sabrosa que la sensación de descanso y alivio que se siente al perdonar, así como no hay fatiga más desagradable que la que produce el rencor. Vale la pena perdonar, y perdonar de corazón, porque no existe terapia más liberadora que el perdón.
No es necesario pedir perdón o perdonar con palabras, muchas veces basta un saludo, una mirada benevolente, una aproximación, una conversación. Son los mejores signos de perdón.
A veces sucede esto: la gente perdona y siente el perdón; pero después de un tiempo, renace la aversión. No asustarse. Una herida profunda necesita muchas curaciones. Vuelve a perdonar una y otra vez hasta que la herida quede curada por completo